Hace ya algún tiempo, sentado en el fondo de un 16, desde donde podía ver a cualquier pasajero que descendiera del colectivo, me fijé en este niño, de 14 o 15 años que luego de tocar el timbre y antes de que el ómnibus se detuviera por completo, miró la hora en su reloj con ese típico movimiento apresurado de brazo y muñeca.
Parecía que fuese su primer reloj por el orgullo adulto con que lo había mirado.
Primero sentí ternura y luego cierta lástima porque quizás era la primera vez que hacía ese movimiento que con los años se volvería mecánico, casi inconsciente.
Sentí lástima porque él no podía saber que con ese inocente movimiento había ingresado al secreto laberinto del tiempo y ya nunca podría salir.
Cuestionario literario: Clara Obligado
Hace 8 años